Frase de la semana

"Para que nada nos separe, que no nos una nada."

Pablo Neruda.

miércoles, 3 de abril de 2013

Mi Cuaderno Negro: F(r)icciones.


"Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas."


Jorge Luis Borges, Ficciones.


Pocos lo vieron desembarcar en la unánime noche, pocos vieron el titán de acero sumiéndose en las luces de la sagrada pista de aterrizaje, pero a los (también) pocos días todos ignoraban que el hombre taciturno venía del este y que su patria era uno de los infinitos pueblos que están al otro lado del “charco”, en el flanco violento de la montaña carcomida por la industria de la cal y el yeso, donde el idioma contaminado por el griego a su vez ha sido también contaminado por anglicismos y donde es frecuente el paro. Lo cierto es que el hombre gris besó el asfalto (También gris), repechó la ribera de sentimientos encontrados (probablemente, sin sentir) y se arrastró, estupefacto y asombrado, hasta el recinto ondulado con forma de ave o de escarabajo en la máxima extensión de sus alas, aquel que alguna vez fue un amasijo de andamios, un diseño y una supuesta idea de proyectos y ahora es solo ceniza estructural. Esa ondulación de hormigón es un “templo” que devorarán futuros incendios, que los turistas han profanado y cuyo dios sigue recibiendo el honor de los hombres. El turista se sentó en un incómodo asiento supuestamente ergonómico. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por la flaqueza de la voluntad sino por la determinación de la carne. Sabía que ese “templo” era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los semáforos incesantes no habían logrado estrangular, al otro lado del “charco”, los cimientos de otro “templo” propicio, también de dioses  incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era permanecer despierto. Hacia la medianoche lo mantuvo en vela el grito inconsolable de un orgasmo. Rastros de pies descalzos, unas fresas y una botella de champán le advirtieron de una mujer extraña de la región que había espiado con respeto su sueño y solicitaba su amparo o temía su magia. Sintió el calor del beso y buscó en la muralla dilapidada de sus dientes un nicho sepulcral y se tapó con sábanas desconocidas.

Juanjo Aguilar

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