No sabía a que se enfrentaba mientras bajaba con parsimonia aquellos fríos escalones de mármol. Bajaba (el aún no lo sabía) a lo más profundo de los infiernos.
El nicho descansaba en el claro de aquel bosque frondoso que se extendía más allá de la residencia familiar. Aquel bosque que tantas veces deseó explorar cuando niño ahora se estremecía cuando el viento, furioso, azotaba las viejas ramas de los densos y tétricos árboles de esbeltos troncos y altura prominente.
Apenas atisbaba esos sonidos ya a los cinco minutos de descenso. El joven ponía especial atención con cada paso que daba mientras esgrimía aquella linterna octogenaria cuya débil luz iluminaba apenas cinco metros en derredor a él. Y ponía también especial atención a sus pisadas que ahora eran sin duda el único sonido que rompía la tranquilidad inherente a este tipo de lugares. También oía o creía oir su corazón latir bien fuerte, como si alguien llamara a la puerta en un día tormentoso.
Llegó por fín tras cinco minutos más de descenso a una sala considerablemente amplia donde el, por aquel entonces cuerdo, joven Howards Parker Lovell tuvo su primer encuentro con lo imposible.
Juanjo Aguilar
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